viernes, 14 de noviembre de 2008

Las palabras de Ricky



En la presentación del libro el 6 de noviembre en La Hendija, Ricardo Leguizamón fue uno de los introducidores en sociedad de Esparadrapo. Sus palabras fueron muy aplaudidas, a la par de sentidas por toda la concurrencia. Como fue el único que se tomó el trabajo de escribir lo que iba a decir, reproduzco a continuación sus palabras. ¡Gracias Ricky!




Presentar este libro, el primero, no el último, eso esperamos todos, digo, presentar este libro es como asistir a un alumbramiento.
Un alumbramiento precedido por un embarazo trabajoso, seguido por un parto que tuvo lo suyo, pero bueno, como dirían las abuelas, todo lo que cuesta vale.
No sé si Fabián tiene dolores pos parto, pero sé de la felicidad, bueno algo así, algo parecido a la felicidad, que lo asaltó esa mañana, una mañana, cuando le pusieron en la mano un paquete, y adentro de ese paquete, un libro, y ese libro era el primer ejemplar de la primera tirada de Esparadrapo.
Lloró Fabián ese día. Lloró como seguramente llora una madre primeriza con su hijo en brazos.
Perdón, sigo con la comparación.
No era para menos. Editar un libro, más que plantar un árbol, más que tener un hijo, es complicado, y enormemente satisfactorio, y placentero.
Un orgasmo con tinta fresca, con papel impreso. No sé si para tanto, pero algo parecido.
Estamos en Entre Ríos, en Paraná, y aquí todo cuesta más de la cuenta.
¿Se entiende?
Fabián consiguió editar Esparadrapo, y Esparadrapo nos devuelve el alma al cuerpo.
Qué importa que sus duendes internos lo hayan boicoteado, qué importa que esos duendes hayan pospuesto la alegría de encontrarnos con esta buena historia, la historia que cuenta Fabián en Esparadrapo.
Ahora Esparadrapo está entre nosotros, y es una satisfacción. Mal que les pese a esos duendes, los duendes de Fabián.
Fabián sabe de todos modos que a veces esos duendes asfixian y otras veces liberan.
No sé si será el karma del que escribe. Ya nada de eso importa.
Esparadrapo es ahora una novela inaugural, iniciática, para el escritor, para Fabián, y para la hendija, la editorial.
Y para todos nosotros, es una enorme alegría.
Contar historias, escribir, descubrir historias, leer historias, de eso se trata.
Una madrugada de estas hablábamos con Fabián de una escritora que ya no está entre nosotros, Celeste Mendaro, imposible no recordarla, imposible no tenerla como referencia.
Celeste supo enseñarnos de qué modo contar historias, de qué modo ejercer el oficio de cronista, y lo hizo desde el periodismo, desde la redacción de un diario y desde la literatura,
Releí una crónica de 2003 escrita por Celeste, quizá de las últimas que escribió, un primero de enero, esos días cuando en los diarios no sabemos qué contar, qué escribir.
Bueno, un primero de enero Celeste escribió una crónica.
“Esto no es Hollywood”, así tituló la nota Celeste, y hablaba de la ciudad después del brindis de las 12 de la noche un 31 de diciembre, y de los boliches, y de los jóvenes, y de los esfuerzos de la Policía Montada por ordenar la alegría, los festejos, el desenfreno.
No sé cómo pudo esa mujer contar una historia tan justa, tan acabada, partiendo de la nada.
Fabián me recordó otra perla de Celeste. La vez aquella cuando le encargaron una crónica sobre la actuación de la Orquesta Sinfónica en el Club Estudiantes. Esa noche, la ciudad se quedó sin luz, y Celeste no pudo salir de su casa para ir a cubrir la actuación. Entonces, Celeste salió al balcón, y desde la oscuridad contempló el silencio, y más allá, la música, la música de la sinfónica, y escribió una crónica memorable de la actuación de la Sinfónica a la distancia, ella en el balcón de su casa, la Sinfónica allá en el Estudiantes, la noche, el corte de luz, y todo eso.
Cada uno a nuestro modo somos hijos del oficio de Celeste.
Pero los chicos crecen, está claro.
Fabián también es un buen cronista. De historias ajenas y de las propias: jamás voy a olvidar aquella vez que cubrió la angustia de los santafesinos con la inundación del río Salado.
En medio de tanta tragedia, la hilaridad: Batuque bautizó Fabián al perro aquel que soportó todas las penurias, sobrevivió a la inundación, hociqueó al dueño y lo siguió, hasta que lo encontró en un galpón para evacuados. La historia hubiera tenido un final feliz, de no haber sido por la torpeza de Batuque, que cruzó la avenida sin fijarse a los costados. Batuque sobrevivió a la inundación, pero murió atropellado por un auto.
Ahora no es una crónica lo que nos ofrece Fabián, ahora nos deja la historia de Aguilar, doscientas páginas para leer y disfrutar.
Una historia que primero fue de boca en boca, fue cadena de mail, y después, mucho después, llegó a lo que es hoy: un libro de buen diseño, de mejor escritura.
Esparadrapo, no se si les interesa saber, no es una historia autobiográfica, aunque se le parece.
Es una novela de un autor que tiene un vasto mundo privado, y que a veces abre ventanitas para que veamos qué hay adentro.
Ahora conocimos a Aguilar, a Beba, a Blanca, pero pronto quizá también descubramos al buen samaritano, otro relato que espera el momento justo del alumbramiento.

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